Veintiún días en doble cuarentena
Dicen que hacen falta veintiún días para adquirir un hábito. Ahora sé que es cierto. Ayer Gabriel cumplió tres semanas y en realidad parece que llevara toda la vida con nosotros. En este tiempo, me ha enseñado que el noventa por ciento de las veces que llora es por hambre o que si le preparamos el agua calentita no se queja mucho en la bañera. Que prefiere mil veces dormirse en cuello que tumbado en su cuna o que darle algunos botes sobre la pelota de pilates es la mejor manera de calmarle. Que si se muerde la mano no debo tardar más de un minuto en prepararle un biberón o que no hay chupete que valga, por mucha rabieta que tenga. Gabriel me ha enseñado que regurgitar y manchar pañales son dos actividades que prefiere hacer recién bañado y, sobre todo, que no es el momento de preocuparse por esas tonterías.
Con él he aprendido también lo que significa la palabra ternura o que reír y llorar ya no tendrán nunca el mismo sentido para mí. Que la vida vuela y con ella nuestras horas, nuestros días, que se me escapan sin remedio en este encierro forzoso. Que todo tiene sentido con él, incluso estar atrapados entre estas paredes aún no sabemos por cuánto tiempo más. En veintiún días he aprendido cómo su dolor es el mío y que basta un llanto para que se pongan alerta mis cinco sentidos. Que ahora veo el mundo a través de sus ojos, enormes e inquietos. Que no hay mejor regalo que el contacto de su piel con la mía y que dedicaré mi vida a hacer de él una persona feliz, segura y con ganas de comerse este mundo de locos al que le hemos traído.