Mi parto, las 24 horas más difíciles de mi vida
Durante todo el embarazo me informé. Compré multitud de libros y busqué los mejores referentes en los temas que más me preocupaban durante aquellos largos meses; entre ellos, el parto. Quería asegurarme de que sabría hacerlo bien. Creía que leer me empoderaría y me daría seguridad y fuerza para afrontar una experiencia que hasta entonces era completamente desconocida para mí.
Y así fue. Al menos, así fue hasta que tuve que vivirla de verdad y me di cuenta de que nada es como lo pintan. De mano, cuanto más leía, más preparada me creía y con más ganas esperaba ese momento. Me pensaba invencible.
Pero la realidad llegó y me puso en mi sitio. Yo había dedicado el último mes de embarazo a planificar mi parto. Había buscado un hospital de referencia algo alejado de mi zona porque me daba la posibilidad de realizar la dilatación en el agua, algo que, según me había informado, era un analgésico natural y una forma de reducir los desgarros y la instrumentación, entre otros beneficios. Durante semanas realicé más de 70 km cada vez que tuve que acudir a un control o una cita médica. Pero lo hice convencida. No quería epidural. Quería un parto natural, respetado, con la menor intervención médica posible. Había leído mucho y podría con ello. Já.
Siempre diré que el parto fueron las 24 horas más difíciles de mi vida. Rompí aguas a las 14.50h de un lunes y hasta las 15.25h. del martes siguiente mi cuerpo no me dio apenas tregua. Quizás las primeras horas fueron algo más tranquilas. Pude llegar al hospital sin prisas, ya que las contracciones todavía no se estaban haciendo notar. Pero a medida que pasó la tarde la cosa se fue animando y a las diez de la noche empezó la fiesta. Aguanté tres horas más en la habitación del hospital, ya con dolores, pero convencida de que lo mejor para mí era aguantar allí, en un lugar tranquilo, acompañada solo por mi marido y utilizando la pelota de pilates para sobrellevar la situación.
A la una de la mañana pedí que me bajaran a paritorio y me miraran. Ni siquiera se había borrado el cuello del útero del todo y apenas había dilatado un centímetro. Primera desilusión de aquella larga noche que estaba por pasar. Las contracciones seguían llegando, intensas y dolorosas. Me desconectaron por completo de la realidad y me llevaron a otra dimensión. El “mundo parto” lo llaman. Allí me pasé las siguientes horas. No era consciente del paso del tiempo, que pese a todos los dolores corrió más que nunca. Sobre las cuatro me di por vencida. Ni bañera de partos, ni parto natural. Necesitaba epidural en vena. No lo soportaba más.
De nuevo, vino a visitarme la mala suerte. Estaba en un hospital pequeño donde no acostumbran a tener más de un parto al día, por lo que solo tenían a una matrona de guardia. Pero justo aquella noche tenían ocupados los tres paritorios y en aquel momento estaban atendiendo otro expulsivo. La matrona me dijo que tendría que esperara hasta que acabara. Qué remedio. Mientras tanto, una auxiliar prácticamente me arrastró hasta la ducha para que me pusiera bajo el agua caliente. Menos mal que lo hizo. Un poco de alivio para aguantar la hora y media que todavía me quedaba por delante hasta que vinieran a ponerme la epidural.
A las cinco y media de la madrugada, entre la anestesista, la matrona y la auxiliar tardaron apenas unos minutos en ponerme la analgesia. Regresé a mi cuerpo como quien regresa a la vida. Volvieron a mirarme. Dos centímetros de dilatación. ¡Dos! Después de más de seis horas de trabajo establecido de parto, el tiempo que tardan otras mujeres en dar a luz. Y yo allí seguía, casi en la casilla de salida, pero ya exhausta, sin fuerzas y tras haber sobrepasado con mucho el máximo de mi umbral de dolor. No me lo podía creer.
La epidural, esa a la que tanto había despreciado durante mi preparación al parto, fue mi tabla de salvación. Me dejó dormir, o dormitar al menos, y recuperar de manera mínima las fuerzas para enfrentarme al expulsivo. Fueron pasando las horas, lentas y largas, hasta que oí decir que ya estaba de nueve centímetros. Era la una de la tarde y rompí a llorar. De pronto, sentí pánico. ¿Podría hacerlo de verdad? Con mi cuerpo al borde del colapso, sin fuerzas, las piernas casi dormidas porque prefería sentir ese hormigueo que volver a notar dolor, me mentalicé para lo que estaba por venir. Recordé que, además de haber leído un montón de libros que no me sirvieron para nada, también me había preparado físicamente para aquel momento y que no era la hora de fallarme a mí misma y, mucho menos, de fallar a Gabriel.
A las dos de la tarde empecé a empujar. Todavía no sé cómo lo hice ni de dónde saqué las fuerzas. Días después mi marido, que estuvo a mi lado en todo momento, me reconocería que antes del expulsivo él ya daba por perdido el parto y había asumido que nos iríamos a cesárea. No fue así. En hora y media, y sin ningún tipo de ayuda, Gabriel estaba sobre mi barriga. Una pequeña victoria en aquella larga batalla.
La maternidad está muy idealizada. Lo supe desde el momento en el que terminó el parto. Una y mil veces había oído aquella manida frase: “En cuanto te lo ponen encima, se te olvida todo”. Mentira. Ya con Gabriel pegado a mí noté cómo me cosían, uno a uno, los cuatro puntos que fueron necesarios para mi desgarro. Sentí la aguja entrar y salir, sentí el hilo pasar. Y me puse a llorar. No de emoción, no. Lloré de dolor, de hartazgo. “Solo quiero que me dejen en paz”, susurré a mi marido. Fue el momento de mayor bajón físico y mental de mi vida, del que todavía estoy lejos de recuperarme.
Quizás no debería escribir todo esto. Quizás solo sirva para asustar a otras futuras mamás. Pero a la vez siento que es necesario y pienso que ojalá hubiera hecho más caso a las pocas voces sinceras que sí me dijeron la verdad. Que no se olvida todo. Recuerdo el parto como la experiencia más radical de mi vida. Nada que haya vivido se parecerá nunca a aquella noche.