¿Algún psicólogo en la sala?
Todo tiene un límite y creo que yo estoy llegando al mío. Los días con un recién nacido en casa pasan veloces, de eso no me puedo quejar, pero me pregunto cuántas cosas se estará perdiendo Gabriel por haber nacido en pleno estado de alarma. Hoy hemos ido al pediatra y ha sido, por fin, la excusa perfecta para estrenar el carricoche y vestirle con algo más que un pijama. Sí, después de quince días ya era hora. Salir y volver, poco más, pero al menos nos ha dado el aire en la cara y yo he podido caminar durante cinco minutos seguidos. No puedo sentir mi cuerpo más atrofiado después de un largo parto y un posparto de absoluto encierro.
Si enciendo la televisión, pierdo la paciencia y mi ánimo se viene abajo. No hay fecha de fin. No hay luz al final del túnel, al menos de momento. Mi cabeza, en plena revolución hormonal, se llena de pensamientos negativos y mi capacidad para preocuparme por cosas que aún no han sucedido llega a su máximo nivel. ¿Hasta cuándo durará esta tortura?
Lloro a diario, no lo puedo evitar. Me siento perdida, atrapada en una realidad que se me escapa. Obedezco como un autómata a todas las normas que nos transmiten a través de las noticias. He apagado la parte racional de mi cerebro, esa que me grita que es todo demasiado absurdo para ser real, y me dejo llevar. Sé que es lo mejor, aunque no sea lo más fácil.
Harán falta muchos psicólogos cuando todo esto acabe.